El bailarín y sus tiempos: madurez precoz, identidad precaria, una temporalidad a plazos*

Por Solange Lebourges


El bailarín recorre la vida en sentido contrario a la mayoría de la gente. Su relación con el tiempo y con las etapas del desarrollo del hombre es peculiar y le ocasiona numerosos retos y dificultades en cada edad que atraviesa. En primer lugar, al descubrir su pasión o vocación en la niñez o adolescencia, se enfrenta a un desarrollo profesional acelerado que lo obliga a una madurez precoz. Pero en numerosas ocasiones, esta fortaleza descansa en la construcción de una identidad frágil. Veremos por qué. En fin, el bailarín aprehende la temporalidad de manera peculiar, tanto en el tránsito de su vida profesional como durante el momento escénico. Buscaremos identificar estas peculiaridades y tomar conciencia de ellas, de sus causas y consecuencias, y plantear perspectivas de formación o evolución a lo largo de la carrera del bailarín.


Un proyecto profesional veloz

El bailarín adquiere muy temprano un sentido de responsabilidad ante su desarrollo profesional, ante las elecciones y exigencias que implica un oficio tan omnipresente, frente a los retos cotidianos que requiere llegar a ser un profesionista de la danza. Como los atletas de alto rendimiento, ha forjado su instrumento muy joven, y entre más joven mejor, incluso cuando existen excepciones (José Limón, entre otros). La disciplina ha invadido las esferas de su vida: entrenamiento, estudios, diversiones, comida, sueño, vida social y familia. De manera relativa, ha quedado aislado.

Por lo general, el proyecto del bailarín cristaliza luego en la adolescencia, con la idea (poco asentada, poco aceptada) de que difícilmente se pueda bailar más allá de los cuarenta o cuarenta y cinco años. Por lo mismo, el aprendiz de bailarín tiene que consolidar una madurez precoz ante las tentaciones o descubrimientos de la vida del joven, los éxitos o las decepciones y, también, las frustraciones de un compromiso profesional. Madurez, ganarse la vida a los 16, 17 años, entre más temprano mejor. Va, de hecho, a contracorriente de muchos jóvenes a quienes se les pide estudiar más, antes de trabajar. Pero como en muchos casos el ingreso del bailarín es insuficiente, este ganarse mal la vida lo mantiene en una situación de dependencia en relación con la familia.

Para el común de la gente, el proyecto profesional se extiende en el tiempo, con vista a una progresiva estabilidad y a un nivel profesional que se va a ir confortando. La madurez y los empleos de gran responsabilidad e ingreso holgado pueden llegar a los treinta o cuarenta años e incluso después de los cincuenta. En cambio, el bailarín ve reducirse la piel de zapa de su horizonte de trabajo en pocos años. Un poco después de los cuarenta años, el retiro voluntario o forzoso deviene una obligación. Y a menos de laborar en una de las escasas instituciones a nivel mundial que garantizan una jubilación a los cuarenta años (la Ópera de París, por ejemplo), se encuentra en una edad activa y productiva con la obligación de formarse de nuevo, de reconstruirse, de crear otro proyecto personal, laboral, social, económico.

Esta fragilidad económica es precisamente una de las razones de la precariedad de la vida del bailarín durante su carrera. Lo mantiene en muchas ocasiones al borde del abismo, inventando cómo sobrevivir y seguir bailando, sin poder reivindicar su oficio como solvente.


Una identidad precaria

Por otra parte, la fortaleza de carácter del bailarín, su templanza, esconde también a veces una gran precariedad en cuanto a su identidad. Por dos razones esenciales:

1) En primer lugar, esta identidad se fue forjando desde la niñez o la juventud a través de múltiples espejos: los padres, los maestros, los directores, los coreógrafos, el espejo mismo, los compañeros de trabajo, y finalmente el público. Todos ellos son los reflejos y jueces del trabajo del bailarín y confortan o no su capacidad de ser lo que desea ser. Sin una respuesta de todos ellos (puede ser un comentario, un rol, un papel importante, un contrato, una crítica favorable), el bailarín no existe más que para él mismo. Puede dejarse tentar, a veces, por el narcisismo o la depresión. Trabaja, forja su herramienta, persigue un ideal. Pero siendo a la vez el instrumento y el instrumentista, muchas veces duda, necesita reafirmaciones, retroalimentaciones en cuanto a su talento, a su condición física o al eco de su presencia en el foro. Por esta razón, se vuelve vulnerable y puede ser destruido. Al respecto, las palabras de Gelsey Kirkland y Greg Lawrence, en La forma del amor, son muy reveladoras: “Desde el espejo, las voces de una estética afligen a la niña. No son anónimas. La estética de Balanchine, como se llamó, desarrollada para el fin muy específico de acomodarse a la cada vez mayor velocidad exigida por su fundador, era la de una imagen larga, extremadamente delgada, de caballo de carreras. El cuerpo debía reducirse casi a un esqueleto para acentuar las clavículas y la largura del cuello. Estética de campo de concentración, la llama Gelsey. Gelsey llevó la delgadez a dimensiones mortales. Y es que Balanchine no decía simplemente Come menos; decía reiteradamente No comas nada. Era él quien hablaba desde el espejo”. La construcción de una identidad sólida y perenne representa uno de los retos más arduos para un bailarín.

2) En segundo lugar, la identidad del bailarín se resume y se confunde con su hacer y su quehacer. Se es bailarín bailando y a través de una práctica cotidiana reiterada. Y esta práctica es un estado efímero que depende de un instrumento inestable, el cuerpo, pronto a deshacerse, aun cuando a nivel interpretativo la madurez efectivamente llega con el tiempo. Una contradicción difícil de vivir y de admitir. Así como se nombra años-luz al tiempo que nos separa de las estrellas, se podría llamar años-cuerpo al tiempo de vida útil de un bailarín (incluyendo la pesadilla de las lastimaduras y accidentes propios del oficio que dan un testimonio más de la precariedad en la que vive). Esta identidad, pues, se tiene que refrendar cada día. Y dado que la profesión dura como la de un deportista, la de un atleta de alto rendimiento, esta identidad no se puede construir sobre el largo tiempo con un desarrollo profesional que siga las edades del hombre, madurez y vejez incluidas. Se fractura entre los cuarentas y los cincuentas, a veces antes. Es una identidad que no se afianza con el tiempo, al contrario de otros oficios. Más bien, se va escapando. Y cuando llega el momento del adiós al escenario, se vive una suerte de pequeña muerte, de despersonificación. Traduzco y cito a Martha Graham, en su libro autobiográfico Mémoire de la danse: “Era en los años setenta, cuando dejé de bailar. Había perdido el gusto de vivir. Me quedaba sola en mi casa, comía poco, bebía demasiado, veía todo negro. Finalmente, troné”. Y más adelante: “Más que cualquier otro ser humano, un bailarín muere dos muertes: la primera, física, cuando el cuerpo poderosamente entrenado ya no responde como uno lo desea”. Al no bailar, ya no se es. Podemos añadir que el bailarín, quien se ha dedicado en cuerpo y alma a su pasión, pocas veces tiene la preparación intelectual para otra carrera u oficio. Y se encuentra inútil, inadaptado y sin respaldo económico al momento de tener que dejar el escenario. Sin embargo, tiene una sabiduría corpórea, un conocimiento íntimo de las fibras musculares, nerviosas, emocionales y energéticas, pero sus capacidades y conocimientos son difíciles de adaptar a otro oficio y tampoco ha buscado las palabras que digan su ciencia.


Todos los días, como el último

Mencionamos ahora que la proyección del bailarín sobre el tiempo, su visión de la temporalidad, es muy peculiar. Desde que empieza a bailar, se le dice siempre: la función de hoy es la última. Aquí se detiene tu vida. Emocionalmente, el bailarín fabrica para cada función una cúspide que debe alcanzar, pasando por sobre dolores o penas o incomodidades. Ese es el último momento de su vida para morir en la función y renacer. Estos altibajos emocionales, estas descargas de adrenalina, lo tienen en apnea hasta que baje el telón. Y además causan adicción. Luego, vive una cruda caída. Y así juega al fénix durante toda su carrera. Y si no es una función, es una creación, una audición. Se propone siempre vivir en puntos suspensivos. Vuelve a entregarse, deseando superar cada vez la función de ayer, vuelve a esperar, a creer que la próxima vez será la buena, o que el éxito se va a repetir. De tal suerte que se produce un tiempo que no avanza y no se proyecta lejos, sino hasta el próximo reto, la próxima meta. El largo plazo es el enemigo, es el tiempo de su desaparición. Así que de función en función, de temporada en temporada, trata de mantener la juventud y el tiempo inmóviles ad vitam aeternam. Contra cualquier probabilidad, y a costa de mucha angustia. De hecho, hay que reconocerlo, bailar preserva una suerte de juventud mental y física, una permanencia voluntaria de un cuerpo fresco, delgado, una suerte de negación del tiempo. Representa, ciertamente, una lucha contra la muerte, contra la decrepitud de la edad. Y los bailarines viven con particular dificultad y lástima el desmoronamiento de su cuerpo-obra.

Pero consideremos también el punto nodal de la búsqueda del artista de la danza, el por qué de su vida, la función y la temporalidad única que representa el momento escénico. ¿No será que el regalo de cada función bien merece una vida tan peculiar? En efecto, el tiempo de la función no transcurre como el tiempo normal. Sino que representa una posibilidad única de abstraerse de pasado y futuro para experimentar un presente, “una intemporalidad de mutación perpetua”, como escribe Raymundo Mier, continúa citando a Paul Valéry: “Quien danza se sumerge, de alguna manera, en una duración que ella misma engendra, una duración hecha por completo de una energía momentánea, de un agolpamiento del impulso, de una energía que impregna enteramente lo que no puede durar. El tiempo en la danza adquiere una naturaleza que le es propia”. Y es un privilegio para el bailarín poder entrar en esta dimensión. Su cuerpo y su mente abandonan hábitos y rutina para, al decir de Mier, “entregarse a la celebración del instante”.

Asimismo, no es el tiempo de un individuo particular. Al respecto, dice Rossana Filomarino: “El performer no intenta controlar el tiempo, vive el tiempo y encuentra en él una multiplicidad de presencias y de acontecimientos que tienen que ver con su propia experiencia de vida, pero también con la de los demás. Es un tiempo poblado de recuerdos, de vivencias y, sobre todo, de esencias. Él mismo entonces se vuelve este tiempo: la noción del yo se diluye, se pierde a veces, y aflora un nosotros, afloran otros que existen con distintos contenidos en un cuerpo y una mente, aflora El Hombre. Se entra en comunión con las fuerzas primarias de la vida, de la vida que es vida y muerte, o de la muerte que es vida. Por esta razón, este tiempo que no avanza, que sólo existe, este cuerpo cargado de memorias ancestrales, este tiempo que es el tiempo de lo esencial del hombre, este tiempo que es vida o muerte, este tiempo de creación, este tiempo de sobrevivencia, es también el tiempo de la más honda soledad y del vacío”. En su momento, el bailarín abandona todo lo que le caracteriza familiar o socialmente, como individuo particular contingente en algún momento de su vida. Esa posibilidad de acercamiento a una trascendencia es un privilegio y un goce. Nos permite entender también por qué es tan difícil renunciar a la experimentación de tal vivencia.


Transitando hacia la post-danza

Tenemos entonces a nuestro(a) bailarín(a) tratando de conservar y prolongar una juventud de salud, vigor y energía más allá de lo comúnmente posible cual Fausto con o sin zapatillas, frenando el paso del tiempo sin querer saber qué puede ocurrir después, afilando cuerpo y mente como lo ha hecho desde la juventud, dispuesto a vivir un momento escénico privilegiado, a procurar crear una parcela de eternidad que encuentre la presencia abierta de un espectador. Precaria es su situación económica, precaria su identidad y su seguridad emocional, incierto su futuro. ¿Cómo transitar hacia la post-danza, cómo prevenir la ineludible transición o permitir una reconversión, cómo pensar el largo plazo a la vez que intentar detener el tiempo?

Es preciso resistir a la idea errónea pero común de que un bailarín es, de oficio, un coreógrafo. Son dos profesiones muy distintas. Tampoco es evidente que un bailarín sea maestro. Claro que es posible, mas no obligado. Lo hemos dicho: no hay en la vida de trabajo del artista de la danza mucho tiempo para estudiar, así que se encuentra la mayoría de las veces desprovisto de un bagaje académico. De tal suerte que llegado el momento, inventa sobre la marcha la solución menos mala o más accesible para seguir subsistiendo.

Una perspectiva hacia una vida completa que incluya la madurez y la vejez puede proyectarse desde la formación del bailarín, de manera paralela o integrada al aprendizaje de la danza. Puede ser una especialización en alguna de las profesiones que rodean y participan en el espectáculo: fotografía, iluminación, vestuario, escenografía, dirección de ensayos, apreciación dancística, historia del arte, o dado el interés, maestro o coreógrafo. Podríamos considerar, puesto que las escuelas oficiales y universidades en México darán de aquí en adelante una formación de Licenciatura en danza, que cada una de las licenciaturas contemple una opción obligatoria y a profundidad en alguna otra materia. Pero si no ha sido el caso, sería importante darle al bailarín, en algún momento de su carrera, la posibilidad de una segunda formación, una oportunidad de reconversión, de reorientación, incluso de reconstrucción cabal.

Lo ideal, por supuesto, sería una jubilación que reconociera las peculiaridades de este oficio. Pero, por lo menos, quizá, se podría pensar en becas de apoyo al cambio laboral, a una formación alterna después de una carrera comprobada de veinticinco o treinta años, por ejemplo. Considero que esta ayuda implicaría un reconocimiento al valor del oficio, a su aportación social, a la dignidad de esta profesión, limitada en el tiempo, pero que deja al artista en una época todavía plena de futuro y de energía.

De parte del bailarín, existe un pasaje obligado por una etapa de duelo, dolorosa y angustiante, de vacío existencial y de tentativas para encontrar otro camino. Renunciar a la vivencia del escenario es ciertamente una amputación, un anuncio de la muerte, pero desarrollar otros intereses ayuda, aunque no reemplace.

Que el bailarín se atreva a hablar, a decir su pérdida, que empiece a buscar más vida y que reivindique su labor y su arte.


Bibliografía

-Claude Pujade, Renaud, La danse océane, Paris, Actes Sud, 1996.

-Filomarino, Rossana, “El intérprete y el tiempo”, Revista DCO-Danza, Cuerpo, Obsesión (México), núm. 0 “Tiempo”, 2004.

-Graham, Martha, Mémoire de la danse, Paris, Actes Sud, 1992.

-Hidalgo, Manuel, “El bailarín y el tiempo”, Revista Danza en escena (España), núm. 14, 2006.

-Kirkland, Gelsey y Lawrence Greg, La forma del amor, México, CONACULTA-INBA-Tecnológico de Monterrey, 2004.

-Mier, Raymundo, “El tiempo de la danza: duración, finitud y gratuidad”, Revista DCO-Danza, Cuerpo, Obsesión (México), núm. 0 “Tiempo”, 2004.


*Este ensayo fue presentado en el Encuentro Internacional sobre Investigación de la danza, organizado por el Cenidid “José Limón” (Centro Nacional de Investigación, Documentación, Información y Difusión de la Danza), en Ciudad de México, en enero 2008.